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Historias Cortas: Azir y Xerath

Por - 25 de octubre de 2014

Siguiendo con la tónica de profundizar mucho más en el lore de los campeones y la historia de League of Legends, esta semana Riot Cóndor ha publicado en los foros de la comunidad latina dos cuentos cortos acerca de estos campeones que quisimos compartir con ustedes.

Resurrección

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Azir recorría el Sendero del Emperador, pavimentado en oro. Las inmensas estatuas de los antiguos líderes de Shurima, sus ancestros, lo miraban avanzar.

Se asomaban los primeros rayos de luz del amanecer en la ciudad. Las estrellas más brillantes aún relucían, aunque el mismo sol ya pronto las apagaría. El tapiz que cubría los cielos por las noches no era el mismo que Azir recordaba; las estrellas y las constelaciones no se alineaban correctamente. Habían pasado milenios.

Con cada paso que daba, el pesado báculo de Azir resonaba con una nota solitaria, cuyo eco rebotaba por las calles vacías de la ciudad.

La última vez que caminó por estos rumbos, Azir iba acompañado por su guardia de honor compuesta por 10,000 soldados de élite, y los gritos y festejos de la multitud estremecían la ciudad entera. Aquel debió haber sido su momento de gloria, pero alguien se lo arrebató.

Ahora sólo queda un pueblo fantasma. ¿Qué había pasado con su gente?

En un gesto imperial, Azir comandó a las arenas a la orilla del camino, indicándoles que se levantaran y tomaran la forma de estatuas vivientes. Tal era su visión del pasado, los ecos mismos de Shurima cobrando forma propia.

Las figuras de arena miraban hacia delante, atentas al enorme Disco Solar que colgaba sobre el Umbral de Ascensión a la distancia. Aún permanecía en su lugar, reafirmando la gloria y el poder del imperio de Azir, a pesar de que ningún alma lo presenciara. Una hija de Shurima lo había despertado; el único otro ser cuya sangre provenía de su mismo linaje, esfumado en el tiempo. Azir la sentía vagar por el desierto. La sangre los vinculaba.

Mientras Azir continuaba avanzando por el Sendero del Emperador, los ecos de arena de su gente apuntaron hacia el Disco Solar. Toda felicidad se escurrió de sus rostros para ser reemplazada por expresiones de horror y desesperación. Quedaron boquiabiertos, simulando un grito silencioso. Algunos intentaron correr inútilmente. Azir lo contempló todo en silencio, atestiguando los últimos momentos de la vida de su gente.

Una imprevista oleada de energía los redujo a polvo. ¿Qué había sucedido con aquella ascensión para que causara tal catástrofe?

Azir enfocó la mirada. El ritmo de sus pasos era más resuelto. Llegó a la base de las escaleras del umbral y comenzó a subir por ellas.

Sólo sus soldados de confianza, los sacerdotes y aquellos de linaje real podían pisar aquellas escaleras. Versiones arenosas de sus confidentes más cercanos se desvanecían a su alrededor en silencio para, como los demás, esparcirse en el viento.

Azir comenzó a correr, de cinco en cinco los escalones, permitiendo que sus garras marcaran las piedras finamente talladas del umbral. Conforme iba avanzando, innumerables figuras de arena tomaban forma y se desvanecían a su alrededor.

Por fin llegó a la cima y pudo contemplar ahí al último grupo de testigos: sus aliados más cercanos, sus consejeros, los sumos sacerdotes… su familia.

Azir cayó de rodillas al ver las imágenes de su familia recreadas de manera tan perfecta entre las arenas. Su esposa y su bebé por nacer. Su tímida hija tomando la mano de su madre. Su hijo, plantado con firmeza, a punto de convertirse en hombre.
Para su horror, Azir vio cómo cambiaban sus expresiones. Aunque sabía lo que estaba por suceder, no podía agachar la mirada. Su hija intentó esconderse entre los pliegues del vestido de su madre. Su hijo desenvainó la espada, desafiando a la muerte. Su esposa… con los ojos abiertos de par en par, se dejó consumir por la tristeza y la desesperanza.

Un suceso inesperado los había condenado al olvido.

Por más dolor que sintiera, Azir no derramó una sola lágrima. Su forma ascendida no le permitía demostrar tristeza por aquellos que había perdido para siempre. Con el corazón apesadumbrado, se puso de pie. Se quedó solo, contemplando la improbable supervivencia de su linaje, algo que apenas parecía ser cierto.

Lo esperaba un eco final.

Descendió del umbral, deteniéndose en el último escalón para ver cómo regresaban las manifestaciones de arenas ante él.

Se vio a sí mismo, en su forma mortal, alzarse por los aires frente al Disco Solar. Llevaba los brazos abiertos y la espalda erguida. Recordaba este momento. El poder corría por su cuerpo, saturando su ser, llenándolo de fuerza divina.

De repente, apareció una nueva figura. Era su confidente y amigo más fiel, el mago Xerath.

Su siervo susurró una palabra inaudible. Y como si fuera de cristal, el Azir de arena explotó en la nada para esparcirse entre las dunas.

“Xerath”, exhaló Azir.

Por primera vez, Azir vio en el rostro de su amigo la cara de un asesino. ¿Cómo era posible tanto odio? Nunca lo sospechó siquiera.

La imagen de arena de Xerath se alzó por los aires. La energía del Disco Solar se concentraba en su ser. Una cuadrilla de guardias de élite había intentado detenerlo, pero ya era demasiado tarde.

Una brutal onda de choque marcó los últimos momentos de Shurima, dejando a Azir solo entre los ecos moribundos de su pasado.
Esto fue lo que acabó con su gente.

Los rayos del amanecer recaían sobre el Disco Solar cuando Azir dejó de mirar. Había visto demasiado. La imagen de arena de Xerath transformado se desintegró detrás de él.

El brillo del sol se extendía sobre la impecable armadura dorada de Azir. En ese momento, en el aire que respiraba, reconoció la esencia de Xerath.

Azir levantó la mano, invocando de entre las arenas a su guardia de soldados de élite.

“Xerath”, dijo con voz iracunda. “Tus crímenes no quedarán impunes.”

Había llegado el momento

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El momento único que tanto le había costado, que había planeado durante una vida entera. Un imperio corrupto y su orgulloso principito cayendo bajo el estúpido símbolo solar en que tanto confiaban. La clave de la inmortalidad, tan celosamente guardada, tan egoístamente acaparada, sería por fin suya y de nadie más, y la arrebataría ahí, delante de todo el mundo. Un momento único y perfecto de venganza y liberación, donde el esclavo llamado Xerath dejaría de serlo.

El yelmo de su amo no dejaba escapar una sola expresión humana, y aun sabiendo que del metal finamente grabado no podría brotar jamás una respuesta afable, Xerath dirigió una sonrisa a la obstinada cara de halcón de su amo; una sonrisa de dicha genuina. Tras una vida de servidumbre, primero para un emperador desquiciado y luego para uno cegado por la vanidad, y después de interminables manipulaciones a favor y en contra del trono y una búsqueda incierta que casi le había costado la vida en pos de un conocimiento apenas recordado, todo terminaba aquí, en este momento, en esta farsa grotesca llamada Ascensión.

La palabra por sí sola escondía una afrenta: Nosotros ascenderemos y tú permanecerás encadenado a la piedra de la servidumbre hasta que te traguen por completo las arenas. No, no sería así. Nunca más. Los elegidos, los señores de oro, no volverían a ser cobijados por el sol para ser convertidos en dioses. Ahora será un esclavo quien tome su lugar, un simple esclavo, un muchacho que una vez tuvo la mala suerte de salvar de las arenas a un niño noble.

Y por este pecado, a Xerath se le castigó con una promesa tan horrible como enajenante: la libertad. La inalcanzable, la prohibida libertad. Si a un esclavo le pasaba siquiera por la cabeza la idea de ser libre, el castigo era la muerte, pues los Ascendidos podían ver más allá de la carne y del hueso, en lo más profundo del alma misma, y contemplar en ella el brillo pálido de la traición. Y sin embargo, ahí estaba él, hablando con el joven príncipe al que había salvado del abrazo mercurial del desierto. Azir, el Sol Dorado, había prometido falsamente liberar a su salvador y nuevo amigo.

Una promesa no cumplida hasta hoy. Las palabras ingenuas de un niño agradecido, ajeno al impacto que llegarían a tener. ¿Cómo podría Azir contravenir los miles de años de mandato y servidumbre? ¿Cómo podría rechazar la tradición, a su padre, y sobre todo a su destino?

Al final, el joven emperador lo perdería todo por no haber honrado su palabra.

Y así, Xerath fue elevado y educado, hasta convertirse en la confiable mano derecha de Azir… pero nunca en un hombre libre. La amargura de aquella promesa rota lo devoraba cada instante, al verse el esclavo que era y lo mucho que podría llegar a ser. Le habían negado algo tan pequeño, tan elemental: el derecho a vivir su vida en libertad. Xerath por tanto decidió tomarlo todo por sí mismo, arrebatar lo que le habían negado, lo que él merecía por encima de todos: el Imperio, la Ascensión, la forma más absoluta de libertad que pudiera existir.

Con cada paso que daba hacia el ostentoso Umbral de Ascensión, siempre detrás del emperador, siguiéndolo con respeto, flanqueado por aquellos ineptos centinelas que supuestamente protegían Shurima, Xerath se sentía algo abrumado, con una rara sensación de ligereza que desconocía. ¿Acaso era alegría lo que estaba sintiendo? ¿La venganza te trae la dicha? El impacto era casi físico.

Y justo en ese momento, la elaborada armadura dorada de su atormentador se detuvo abruptamente. Y volteó hacia él. Y caminó hasta encontrarlo.

¿Lo había descubierto todo? ¿Cómo podría ser posible? ¿Ese niño consentido y ensimismado? ¿Ese emperador falsamente virtuoso y benévolo, cuyas manos estaban tan manchadas de sangre como las suyas? Aunque así fuera, nada podría detener ya el golpe mortal que Xerath había puesto en marcha.

Había previsto cada contingencia. Había sobornado, matado, confabulado y planificado cada detalle durante décadas, hasta había logrado engañar a los monstruosos hermanos Nasus y Renekton para que se mantuvieran apartados de la ceremonia. Y sin embargo, no había previsto aquello…

El Emperador de Shurima, el Sol Dorado, el Protegido del Desierto Madre, el próximo Ascendido, se quitaba el casco dejando ver su ceja orgullosa y sus ojos sonrientes, para voltear hacia el más antiguo y fiel de sus amigos. El emperador le habló del amor fraternal, del cariño de los amigos, de las duras peleas ganadas y de las perdidas también, de la familia, del futuro, y finalmente… de la libertad.

Ante estas palabras, los guardas que flanqueaban a Xerath, se aproximaron a él con las armas desenfundadas.

Entonces el principito lo sabía todo. ¿Quedarían así sus planes frustrados?

Pero lo que hacían los necios guardias era saludarlo. No había un atisbo de amenaza en ellos, le estaban rindiendo honores. Lo felicitaban…

Por su libertad.

Su odiado amo lo acababa de liberar. Los había liberado a todos. Ningún shurimano volvería a ser encadenado. Tal era el último acto de Azir como humano: liberar a su pueblo.

El rugido extasiado de las masas congregadas ahogó cualquier respuesta que pudiera expresar Xerath. Azir se volvió a colocar el yelmo y subió al Umbral, donde sus asistentes lo prepararon para una divinidad que nunca alcanzaría.

Xerath permaneció a la sombra del monolítico Disco Solar, sabiendo que quedaban sólo unos instantes para que el destino irreversible destruyera un imperio.

Demasiado tarde, amigo. Demasiado tarde, hermano. Demasiado tarde para todos nosotros.

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